Todos lo conocían. Lo veías pasar en las tardecitas, con un sombrero ladeado y una mirada que parecía escuchar cosas que nadie más oía. Se decía que había nacido entre trenes y quebrachos, allá por Añatuya, Santiago del Estero, en el 1907, pero que el corazón lo había dejado colgado para siempre de una esquina de Beodo. Le decían “el tipo de la cortada San Juan”.
No hablaba mucho, pero cuando abría la boca, salían palabras con perfume a glicinas,
con gusto a yerba tibia, con el ritmo de un bandoneón que llora sin querer. Hablaba
como quien escribe sin papel. Una vez, en el Café El Chino, alguien lo escuchó decirle
a un pibe:
—La tristeza no es para llorarla, pibe. Es para ponerle música y hacerla bailar.
Y ahí estaba el secreto. El tipo tenía la melancolía metida entre los dedos. Caminaba
las veredas como si fueran pentagramas, y cuando pasaba por Pompeya o Barracas,
las calles se quedaban un rato más grises, como extrañándolo ya, antes de que se
fuera.
Dicen que una noche lo vieron susurrándole versos a una mujer de voz gastada, en
un tugurio de Constitución. La mina cantaba como si el alma se le escapara por la
garganta, y él, mientras la miraba, escribió con los ojos:
“Malena canta el tango como ninguna…”
Algunos decían que era una tal Nelly, otros que sólo era una voz que le dolía. Pero
él jamás lo confirmó.
Tenía amores, sí, pero más tenía recuerdos. El amor lo tomaba en serio, como a la
patria o a los tangos. Nunca decía adiós: decía hasta el sur, y te dejaba un verso
en el aire como quien deja encendida una vela. Se pasaba la vida entre papeles arrugados
y tardes de barrio, escribiendo cosas como si le dictaran los faroles.
Una vuelta, en un bodegón, un guapo le preguntó si era verdad que había escrito
eso de “San Juan y Boedo antiguo, y todo el cielo…”. El tipo sonrió apenas, y contestó:
—Eso me lo contó la ciudad una noche de lluvia.
Y el guapo, que era bravo, se quedó mudo, como quien escucha rezar en otro idioma.
No hacía discursos, pero si te sentabas cerca, te dejaba ideas como brasas. Decía
que la patria era una esquina que te espera. Que la revolución podía arrancar en
un abrazo. Y que el tango era el idioma de los que no se rinden.
Hasta que una mañana no se lo vio más. Algunos dicen que zarpó en un barco desde
el Riachuelo. Otros, que se fue silbando bajito con el último organito.
Pero si una noche cualquiera, cuando el vino hace de espejo y la radio suelta un
tango y sentís que la letra te nombra aunque no te conozca, no te asustes.
Es él, Homero Manzi…
El tipo de la cortada San Juan.
El que convirtió la tristeza en poema. El que todavía escribe desde el sur de tu
alma.
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Homero Manzi - foto de la web |